lunes, 26 de diciembre de 2011

Cerillas




Cuando llegaba a la torre solía mirar a la ventana para comprobar la luz encendida. Siempre me fastidiaba que fuese blanca. Entonces comenzaba a rebuscar en las raíces del árbol unas cuantas piedras. Que no fuesen muy grandes, tampoco excesivamente pequeñas. Lo suficiente para llamar a la puerta. Y como quien lanza un pajarillo que se ha encontrado en el suelo, las lanzaba al aire. Nunca volaban a la primera y, de los tres intentos, tan solo sabía decir toc-toc la tercera. A veces, y solo a veces, se escapaba el humo del interior. Entonces mi piedra llegaba, cual mensaje en su botella, hasta la misma orilla del color.
El interludio era una fusión en azul; no importaba qué música lo precediese, tampoco cuál fuese la siguiente. Después esquivaba un bosque de árboles civilizados con vetas en ámbar, y aunque me daba miedo la oscuridad siempre conseguía llegar hasta arriba. Tras nadar en el color que brotaba del vertical nevado, y recorrer cada centímetro cambiado, me sentaba en lo que el tiempo había convertido en erizo. Las palabras hablaban del viento, de la lluvia o el frío hasta que los ojos dejaban de apuntar hacia el suelo y el erizo se convertía en barco. 
Entonces se encendía el café. Y se apagaba el blanco.

1 comentario:

  1. La muerte de un beso.
    Tras los cafés y las miradas cómplices, tras las charlas con interminables tiempos muertos. Tras un eterno mutismo de unos pocos segundos, cuando el hormigueo del estomago y la respiración dificultosa, un beso nacido de dos labios murió cuando por cobardía de uno y otro volvieron a hablar del tiempo.

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