sábado, 4 de febrero de 2012

Ciento ochenta grados

Esa noche decidí emborracharme. Le quité los retrovisores a todos los coches, me hice con los mecanismos de las marchas atrás, con los botones de rebobinar, con las opciones de volver atrás. Cogí los caminos que eran de vuelta y las copias de seguridad que había en la papelera. Me esmeré en buscar y recoger todas y cada una de mis huellas. Cuando creí tenerlo todo, lo guardé en una cajita de madera, la cerré con fuerza y corrí. Corrí antes de que mi mente estuviera demasiado cuerda, describiendo laberintos, buscando un lugar donde esconder todo lo que había cogido. 
A la mañana siguiente me desperté con dolor de cabeza, con una especie de resaca de recuerdos minuciosamente olvidados. Pero además, pasaba algo extraño: siempre que me volvía para ver lo que tenía detrás no conseguía ver más que lo que tenía delante. Ahora mi mundo tan solo parecía tener ciento ochenta grados, vivía en dos semicírculos gemelos.

jueves, 2 de febrero de 2012

Mensaje en una botella


Y desde el mar vi cómo por fin aquella orilla comenzó a encoger. Cada día se hacía más y más pequeña hasta que un atardecer, desapareció con el Sol. El tiempo remaba mi barca y yo aprendí a disfrutar del aire fresco que protagonizaba la brisa. No volví a toparme con canciones de sirenas, ni tempestades inventadas, ni piratas ni naufragios. Encontré en las olas la mecedora del mar, la marea se convirtió en mi reloj de pulsera y la calma en el agua el espejo de la Luna en la noche. Desconocía a dónde me arrastraba la corriente ni qué tierra sería la primera que vería. Ignorar dónde me encontraba me traía sin cuidado pues tampoco sabía más que por el día dónde estaba el sur y el norte. Pero estaba segura de una cosa; y es que mientras hubiese ermitaños a los que espiar e islas de cojines que conquistar, estuviese donde estuviese, estaría en casa.