sábado, 12 de julio de 2014

El último vagón


Por evitar cortar la cuerda que sujetaba el ancla anudé, sin darme cuenta, mi propia brida al último vagón de un tren. Me acostumbré sin quererlo a estar yéndome siempre. A tener tan solo unos segundos para conocer lo que me rodeaba y ver que se hacía siempre más pequeño. En el último vagón todo se aleja, y cuando a penas has tenido tiempo de amar, aquello ya forma parte del horizonte, condenado a desaparecer.


Al estar constantemente in partenza, me fui desprendiendo a trocitos. Me dejé en las copas de los árboles más altos, pues eran las últimas en desvanecer; en las aves que volaban a gran altura; en las flores que crecían a los flancos de mi vía cuando no serpenteaba; en cada horizonte que se extinguió para dar su paso a otro. Me dejé en todo aquello que amé.
Pues partir, antes que marcharse o caminar, es dejar una mitad.

Era por todo esto, quizás sin saberlo, que evitaba cortar la cuerda del ancla de mi barco. ¿Dónde íbamos a navegar? ¿Acaso cabe un océano en un simple vagón de tren?

Y lo supe en las noches juntos sobre los techos de la ciudad: aquel cielo oscuro, único cómplice de nuestro deambular, jamás desaparecería con el horizonte. Podía levar el ancla e izar las velas, el agua siempre reflejaría las mismas estrellas sin tener que despedir ni una sola de sus constelaciones.

Desde entonces continúo en el último vagón. Aún me estoy yendo, pero ahora tan solo tengo que esperar al ocaso para alzar la vista al cielo y tener la certeza de que estamos navegando.