Verte
saltar me ha recordado que yo también lo hacía. Mañana siempre saltaba.
¿No
te da la sensación de que esta casa da la espalda al mundo? Como si estuviera
castigada, de cara a la pared. Pero aunque tenga que rodearla para volver al
planeta en el que vivo, prefiero pensar que casi tiene vistas al mar. Si no
fuese por el edificio de enfrente, ese que parece haber echado a las botas de
casa y ahora pasan frío en la ventana. Y por unos cuantos kilómetros. Unos cuatrocientos
ochenta, aproximadamente. Ochenta es una buena edad para morir. Ochenta es el
número que uso para convertir en gigantes las cosas. Dicen que los andaluces
tenemos ese afán, que vivimos en casas blancas y que por guantes usamos
castañuelas. Es mentira. Si usase guantes, aunque fuesen hechos de
madera, ahora no tendría las manos cortadas. Cortadas como cuando Luis se frota
las manos encogido de hombros o Mar se rasca la nuca sin que le pique. A penas
me acuerdo de aquello. Pero hoy te dejaste el olor por aquí; ese de color azul
con mezcla de cigarrillos. Por qué tiene que estar tan repetido. ¿Lo esparciste
como esporas hasta por aquellos lugares en los que nunca estuviste? Es molesto
a veces. No, siempre es molesto. Porque entonces frena en seco la vida y yo
salgo despedida del instante sin quererlo. ¿Y arreglarás tú eso? Porque tú
nunca tiras nada cuando se rompe. Yo tampoco si tengo una aguja, hilo y algo de
pena. Pero toda pena tiene remedio, excepto la de muerte. Ochenta es una buena
edad para morir.
¿Qué?
¿Que con quién hablo? ¿Es que estaba
escuchando? Esto es vergonzoso… y usted un desvergonzado. Yo jamás entro en la
cocina cuando la abuela se susurra a sí misma. Y si no hay más remedio piso más
fuerte, haciendo ruido al andar. No, no es que ahora vaya descalza. Hace mucho
que no se me oye porque hace meses que no me levanto.
Pero
me he comprado unas botas nuevas. Y suenan.
Esto se ha terminado.
Esto se ha terminado.
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